Del BLOG DE LONOFRE
-¿Qué podía hacer? No podía llorar.
Las lágrimas de Esther se secaron de tanto llorar o quizá las lágrimas de Esther se resignaron a no brotar más. ¿Qué más daba llorar si todo el tiempo la historia era la misma? A veces formabas parte de la historia; otras solo escuchabas la misma historia.
-¿Qué hubieras hecho tú?
Me preguntó, como tratando de justificarse o al menos de no ser juzgada.
Aunque no recuerdo esos episodios, mientras oigo los relatos siento que esos recuerdos brotan de algún lugar de mi alma, de mis pensamientos, de mi memoria enterrada y olvidada en la infancia.
Aquella mañana Esther soplaba los palos secos oscurecidos por el carbón intentando encenderlos para preparar el almuerzo de los peones. Sus labios dejaban escapar un soplido prolongado mientras sus párpados se cerraban con fuerza, rechazando el humo que desprendía para luego abrirlos y ver si ese soplido había dado vida al fuego en aquel fogón construído bajo un árbol.
Un conjunto de ollas grandes, negras por fuera y plateadas por dentro esperaban ser colmadas de pobreza. Yucas peladas recién cosechadas, agua de riachuelo que caía entre las hojas de un plátano, un poco de sal de esa vieja bolsa con un logo negro, “Emsal”. El cucharón de palo, herido por el fuego, resguardaba los tomates cortados que luego ayudarían a disimular las dos únicas latas de atún que acompañarán el almuerzo de doce peones, una pareja de esposos y dos hijos. Todo un manjar que disimulaba el hambre.
“¡Carajo!” Dijo Esther, como quejándose de ese empujón que sintió en la espalda. No se molestó en volverse y siguió soplando el carbón. Al segundo empujón se sintió invadida por un sentimiento de fastidio que la llevó a incorporarse y para reclamarle por esa actitud continua de llamar la atención que tenía Marcelo.
No tuvo tiempo para expresar su molestia. Diez desconocidos rodeaban el lugar, portaban armas de todo tipo, unas más grandes que otras, nuevas y viejas. Los peones, resignados, asustados, arrodillados, apenas podían ver el suelo que los rodeaba.
-Compañera! Gritó una de ellas, parecía que era la que dirigía al grupo de desconocidos. ¿Dónde está el perro de Martín? ¿Cuál de ellos es ese miserable traidor del pueblo? Continuó.
Nadie contestó. Esther, arrodillada de un empujón, se preguntaba qué había hecho Martín para que ahora los terrucos lo estén buscando.
– «¿Quién es ese traidor? ¿Acaso quieren acompañarlo en el juicio popular? ¿Acaso ustedes también son unos traidores?» Preguntaba la muchacha de voz dulce pero sin alma.
Esther vio como uno de los desconocidos descansó su escopeta en el hombro de Martín. Luego, una patada en la espalda arrojaba al suelo a este sujeto separándolo del grupo. El rostro sudoroso por el trabajo del campo y oscurecido por el sol descansaba sobre esa tierra arcillosa. Sus ojos llorosos veían, quizá por última vez, el fogón y la olla de la que brotaba una espuma blanca que bajaba hacia el fuego para luchar, perder y evaporarse en el intento.
«Entonces, su esposa estaba ahí, calladita, nerviosa. Yo la veía seria, con mis ojos le decía que no haga nada, que piense en sus hijos, que solo lo van a pegar y castigar; eso le decía con mis ojos. A las mujeres nos pusieron a un lado, los varones seguían arrodillados, un hombre vino por detrás y le disparó». Martín murió con los ojos abiertos, viendo el fogón.
Los únicos llantos permitidos fueron la de los dos niños que no entendían nada de los que estaba pasando, estaban confundidos viendo esa escena. ¿Qué puede entender un niño de cinco o siete años de revolución, lucha popular o pobreza? Un niño que crece entre los cultivos y los tíos que no son tíos no puede distinguir al enemigo. No puede asociar el color negro o un pasamontañas con el peligro. Una escopeta no representa un peligro, sino más bien un juguete o un instrumento que brinda seguridad, no sabe de qué, pero brinda seguridad. Esas armas el niño las ve todas las mañanas en la formación de la comunidad, lo portan sus padres, sus tíos, sus vecinos y lo llevan en la espalda mientras miran la bandera del Perú colgado de un tronco, mientras cantan el himno nacional. El niño no puede -o no podía hasta ese momento- distinguir el peligro. Un niño, a los cinco años, solo debe vivir para jugar, para ser feliz.
Esther no lloró. Tomó con fuerza la mano de la mujer y la sostuvo. La esposa de Martín no podía ni debía desplomarse; pero sentía en sus manos todo el peso del dolor reprimido de aquella mujer que apenas podía sostenerse. Nadie lloró.
“El partido acaba así con los traidores de la guerra popular, con los soplones. El partido tiene mil ojos y mil oídos. Este perro estaba advertido pero no nos hizo caso. Ahora ustedes regresarán al pueblo y no dirán nada. Pobre de aquel que diga algo, terminará como este perro traidor”. Advirtió la muchacha de botas de jebe, pantalón de tela y una chompa oscura gastada por el tiempo, por los caminos de la selva y la sierra. Tenía cabello corto y maltratado por el viento de la sierra, la humedad y el calor de los bosques. Una tira de tela gruesa que sostenía su armamento y su voz suave pero enérgica, de una muchacha captada por el partido.
De uno en uno, fueron volviendo al pueblo, con intervalos de cinco minutos entre unos y otros; no debían volver la mirada hacia atrás. Primero las mujeres, luego los varones. Esther, mientras caminaba pensaba que en algún momento la dispararían por detrás, “¿Será entre los árboles? ¿Será llegando al huayco o al cruzar el puente?”, pensaba. “Dios mío, te pido que cuides a mis hijos, que sean profesionales, dales la oportunidad de estar sanitos. Dios mío, deja que cuide a mis hijos, ¿quién los va a ver, quien los va a educar?, Señor, no es lo mismo que estén con sus padres que con sus tíos. Señor, al menos deja que su padre viva para que los cuide. Que estén juntos como hermanos, no los separes”. Muchas ideas confusas rodaban por la cabeza de Esther en las casi dos horas de camino de regreso al pueblo.
-¿Todo eso pensabas? Pregunté.
-¿Pensabas?, esas ideas solitas venían a mi mente. Tantas cosas habían sucedido en esos años, qué iba a pensar, eso viene solo a tu cabeza.
-¿Y no llorabas?
-¿Qué podía hacer? No podía llorar. ¿Qué hubieras hecho tú?
Mientras la escucho, veo en sus ojos tímidos, asustados, las ganas de llorar pero al mismo tiempo intentan retarme por si pretendo juzgarla. Sus manos se inquietan, dobla las hojas de coca, arranca con fuerza el peciolo y luego las dobla una y otra vez para luego llevarlas a la boca.
Es tarde, Esther esperó a Marcelo en el pueblo. Primero llegó la esposa de Martín y rompió el llanto contenido, como una niña en los brazos de su madre. Quería ir al cuartel a contar lo que había sucedido, quería vengarse de los terrucos, pero también quería ver crecer a sus hijos.
Marcelo llegó cuando el día empezaba a oscurecer, entre ese ruido de los insectos que hay en la selva, entre las luciérnagas. Se sentó sobre las tablas de madera al lado de una vela encendida que entristecía cualquier noche. Esther le alcanzó una taza de agua con cedrón y algo de azúcar. Él, miraba el suelo de barro y las huellas que dejaban las botas. ¿La verdad?, creo que no miraba nada, quizá se perdía en sus pensamientos y su dolor; estaba callado, unas gotas caían pero no anunciaban si estas eran lágrimas, miedo o sudor.
Esther observaba en silencio, sin saber que hacer; al cabo de unos minutos se acercó a él y preguntó:
-¿Qué vamos a hacer? Tenemos que ir a contarle a la policía, a los soldados. Si no, nos van a acusar de terrucos.
-Si vamos, los terrucos nos van a matar. Ya nos amenazaron.
-¿Entonces, que hacemos? Hay que irnos de aquí, hay que regresar, así no podemos estar, así no podemos vivir.
– ¿Regresar? Acá vinimos para juntar un poco de capital, descansa, mañana pensaremos en qué hacer. Mañana iremos a enterrar a ese pobre hombre.
El silencio se apoderó del lugar, la selva dejó de sonar y la noche se hizo más oscura cuando la vela dejó de alumbrar.
«Al otro día fuimos temprano, el ejército estaba en todo el camino, preguntando, buscando. A Martín lo bajaron en una camilla. Su esposa, corría detrás de los soldados, lloraba. Sus hijos no pudieron ser profesionales; uno es chofer, el otro trabaja en el mercado, dos son peones en la selva y la mujercita está ahí, con hijos, cocinando para los peones”.
Esther no pudo expresar su dolor cuando mataron a Martín, postergó su llanto para consolar a la esposa; no tuvo lágrimas de desahogo a la llegada de Marcelo ni cuando caminó de regreso al pueblo. Treinta años después, Esther no tiene más lágrimas; se levanta de la mesa y se dirige a la cocina, preparará el almuerzo.