Por Germán Vargas Farías
Los procesos electorales suelen provocar confusión, incertidumbre, y es posible que -dependiendo de cuanto nos involucremos- angustia, pesimismo y, algunas veces, esperanza y alegría. En cada ocasión, los sentimientos son muchos y diversos, pero -es mi impresión- la desazón predomina.
El proceso actual no es diferente. Con un grupo de candidatos virtual o realmente corruptos, otros que fluctúan entre la improvisación y el oportunismo, dos o tres que contrastan pero no son tan visibles, y más de cinco francamente patéticos, es difícil pretender otra cosa.
No obstante, así como en los setenta u ochenta no podíamos reducir el sentimiento o la aspiración de la gente en una frase como “la rebelión se justifica”, tampoco podemos hoy canjear rebelión por desazón. Corresponde, entonces, tratar de advertir el panorama, y escrutar a los aspirantes.
En esta columna ya me he referido con cierta amplitud a Keiko Fujimori y Alan García, y de ambos solo diré esta vez que representan lo más rancio de la política en el Perú. Sin embargo, ya sé que no le estoy dando ninguna primicia, existen otros políticos hueros cuya indigencia ética es también chocante. El que, merecidamente, ha ocupado las primeras planas en las últimas semanas es César Acuña.
El próspero hombre de negocios, político afortunado y académico prodigioso, probablemente vive hoy una de las experiencias más truculentas de su vida. El hombre que, según él mismo, ha logrado casi todo y solo le falta ser presidente del Perú, que tiene plata como cancha, que ha acumulado títulos académicos con su plata, y que ha escrito libros, sin necesidad de leer uno solo, es la evidencia más clara de que el éxito material o económico no necesariamente se condice con la dignidad.
De Acuña se ha hablado bastante pero creo que no tanto de quienes le rodean. Sorprendente es para algunos la actitud de políticas como Anel Townsend y Marisol Espinoza, a quienes se atribuía un perfil moralizador y han devenido en escuderas de un inescrupuloso plagiador que ha llegado al extremo de robar y amenazar a una de sus víctimas.
Se esperaba más de Townsend y Espinoza, así como de Beatriz Merino. Y la ex Defensora del Pueblo, y presidenta ejecutiva de la Universidad César Vallejo, es decir, distinguida empleada de César Acuña, no parece haber optado por lo que Manuel Gonzáles Prada llamaba el pacto infame de hablar a media voz, sino por un vergonzoso, pero también infame, silencio.
Y vergüenza ajena es lo que sentimos muchos cuando notamos que personas cuya decencia apreciábamos, la tiran por la borda estruendosamente y sin recato.
No sucede lo mismo con los otrora pastores Humberto Lay y Julio Rosas, tan solemnes como ridículos, que ni siquiera se inmutan frente a la desfachatez de su líder de turno, cuando se compara y denigra la inmensa figura del pastor y activista por los derechos civiles, Martin Luther King.
Entristece que algunas personas pongan en riesgo su dignidad, pero tratándose de personajes como Lay, Rosas, Donayre, Paz de la Barra, y tantos otros, incomoda más que sigan envileciendo la política.
Frente a este panorama que abochorna, la indignación se justifica, y debiera traducirse en compromiso. Puede escribirlo, o recitarlo si le parece. Si quiere empiece diciendo “yo tengo un sueño”, lo importante es que, como diría Luther King, no nos revolquemos en el valle de la desesperanza.