Jans Cavero
Se acerca la hora de la verdad para decidir el futuro del país. Un futuro diferente, pero no necesariamente prometedor. Diferente, porque después de la pandemia nada será igual; y, lúgubre, porque gane quien gane la elección presidencial, se vienen meses bastante complicados, tomando en cuenta que los gobiernos no han sabido gestionar oportuna y eficazmente la crisis política, económica y sanitaria, en la que está sumida el Perú. Al no haber prospectiva responsable, se plantean objetivos prioritarios irreales.
Por cierto, el escenario a futuro tendrá rasgos diferentes según el ejercicio del poder gubernamental. Si el mejor escenario es aquél que garantice recuperación económica, lucha frontal contra la corrupción, respeto a las libertades y derechos fundamentales, promoción del empleo y gestión efectiva de la salud pública en medio de la pandemia, no tengo la menor duda de que Pedro Castillo está en mejor posición para aproximarnos a dicho escenario, pues cumple con el primer requisito para ser buen gobierno: Ser honesto.
Los otros dos requisitos son el liderazgo político y la capacidad directiva pública. No obstante, un líder político con capacidad directiva para conducir un gobierno es nada si no es honesto con la sociedad. Castillo, al ser un reconocido dirigente magisterial o sindical, tiene un liderazgo social ganado a propio pulso, lo que no lo convierte en un líder político por el solo hecho de ser candidato en uno o más procesos electorales. Si fuera líder político, para lo cual hay que tener carácter, hubiera destruido dialécticamente a la Sra. K en el debate electoral, aun sin contar con sólidos conocimientos en gestión y políticas públicas.
Esto no supone, bajo ningún contexto, que no adquiera liderazgo político a posteriori, pues tener base social y estar imbuido en la coyuntura haciendo política continuamente son precondiciones que auguran un futuro liderazgo político. En el supuesto negado de que Castillo no gane la elección del 06 de junio, si no se convierte en el líder de la oposición política al gobierno, con capacidad para aglutinar a las demás fuerzas políticas y articular con la sociedad civil organizada que anhelan un nuevo Perú, las posibilidades de ejercer liderazgo político se diluirán.
Naturalmente, Keiko Fujimori no reúne ninguno de los requisitos para ser buen gobierno. Le esperan 30 años de cárcel por haber cometido el presunto delito de lavado de dinero, razón por la que se convierte en la antípoda de la honestidad. El Perú del Bicentenario, bajo un eventual gobierno suyo, sería el Perú de la década del 90, con un Galarreta desempolvando las recetas del Consenso de Washington, un Carranza pidiendo a Dios que nos proteja al propio estilo de Hurtado Miller, y un Rospigliosi ejecutando la mano dura, emulando los luctuosos sucesos de Bagua.
El populismo más rancio, la corrupción generalizada, el clientelismo político en las administraciones públicas, la captura de entidades públicas estratégicas, el asalto al Poder Judicial y Ministerio Público, la privatización de la salud y educación, la prostitución de los programas sociales, la violación de derechos fundamentales, la precarización laboral, la captura de los principales medios de comunicación, la criminalización de la protesta social, su intento por desaparecer las organizaciones sociales, serán parte de su agenda pública. Cualquier parecido con el gobierno funesto de su padre, no es casualidad.
Liderazgo político me temo que tampoco posee Keiko Fujimori, pues este concepto está asociado a la legitimidad social. El “No a Keiko” y el alto porcentaje de antivoto que tiene revelan que carece de legitimidad de origen, lo que a la postre incide en la legitimidad de ejercicio. Cuando esta legitimidad es seriamente cuestionada, la obsesión por mantenerse en el poder se convierte en la razón fundamental para vulnerar libertades públicas, derechos humanos, y hasta la propia institucionalidad. Para este propósito, el sometimiento de la fuerza pública resulta capital, tarea nada compleja ante un contexto de baja profesionalización de la PNP y FFAA.
Haber postulado a la presidencia en tres oportunidades, haber ejercido el mandato parlamentario, el ser dirigente político de una organización que tiene cuentas pendientes con la justicia, no configuran un liderazgo político en el sentido estricto del término. No perdamos de vista que Keiko Fujimori carece de legitimidad social, pues esta cualidad supone una lealtad y adhesión desinteresada de las bases. Por lo tanto, no hay legitimidad real y sostenida cuando las portátiles o la gente que te acompaña están movidas por un interés individual o por no perder ciertos privilegios.
Finalmente, capacidad directiva pública es una virtud que tampoco tiene la señora K, a pesar de haber estudiado en Boston con recursos del erario público sustraídos groseramente. Aunque lo cognoscitivo o académico no es determinante, sí ayuda, en el sentido de facilitar la adquisición de cualidades y destrezas directivas, las cuales se van delineando con la experiencia y la práctica. Si Keiko nunca ha trabajado en la administración pública, como funcionaria o servidora, no puede ostentar capacidad directiva pública. Ello explica por qué propuestas como el canon directo, el otorgamiento indiscriminado de bonos, u otras ofertas de gasto público, carecen de fundamentos técnicos.
Obviamente, Castillo tampoco tiene capacidad directiva. Sin embargo, en un eventual gobierno, está en mejores condiciones de convocar a directivos públicos de nivel, los cuales no dudarán en sumar esfuerzos para sacar adelante el país. El ser honesto facilita un escenario de gobernanza democrática, a diferencia de Keiko Fujimori, quien ha perdido credibilidad y autoridad moral desde que fungió como primera dama. Si algo de compromiso con el Perú tiene Keiko, debería suscribir un Pacto Político para respetar irrestrictamente la estabilidad del gobierno de Castillo, sin sabotearlo o vacarlo con su mayoría congresal.
A Keiko, no le interesa el Perú, ni mucho menos el bienestar general. Sabe que una eventual condena penal lleva a Galarreta al sillón de Pizarro. Pero antes de que ello ocurra, sus tres prioridades son: Indultar a su padre; boicotear las investigaciones en su contra para salir bien librada de la justicia; ejecutar un plan de venganza política para limpiar el apellido. Después de ello, las maletas están listas para salir del país, rumbo a Japón o EEUU, habiéndose consumado la impunidad que tanto ha buscado.