A raíz del más reciente acto de ‘terruqueo’ hecho en un dominical de canal de señal abierta y sin presentar prueba alguna en contra de Magno Ortega, decidí publicar esta columna de opinión que escribí hace algún tiempo que explica, e invita a la reflexión, acerca de lo peligroso de terruquearnos.
Por: Adrián Sarria Muñoz
Todos hemos escuchado la frase cliché que afirma que el dolor enseña, que aunque no es novedosa, tiene un grado de verosimilitud. Los seres pensantes intentamos no volver a tropezar con la misma piedra o evitar el contacto con objetos que pueden causarnos heridas. Las heridas nos duelen y es precisamente por ello que buscamos curarlas, enfrentamos la situación para no acrecentar el dolor, y nos quedamos con la experiencia para no repetirla. Nadie mínimamente lúcido introduciría los dedos en una llaga propia o ajena. Dostoyevski menciona que “El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo”. Lástima que, como recita Fiodor, esto solo suceda a veces y el Perú demuestra eso.
Uno de los últimos reflejos del tocar las heridas y burlarse de ellas sucedió hace algunas semanas: Ante el supuesto secuestro de una comitiva periodística en Cajamarca, no faltaron quienes tildaron de ‘terroristas’ a los integrantes de las rondas campesinas. Este debe ser el hecho más impensado de la historia del terruqueo en el Perú: terruquear a quienes vencieron al terrorismo. Las razones al respecto se encuentran seguramente en la álgida polarización que vive el país, sobre todo desde las últimas elecciones presidenciales, pero hay un factor más profundo, peligroso y repudiable aún: la normalización de terruquear.
“Se ha banalizado tanto el asunto, que ha entrado dentro del lenguaje popular calificar a toda posición que no sea de derecha o que piense distinto de ‘terruca’. La población peruana está dividida entre los terrucos y la derecha bruta y achorada”, me explica, con clara preocupación Salomón Lerner, quien fuera el presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), el único intento estatal de sanar las heridas del conflicto y disipar el dolor. Pero cuyo trabajo no tuvo la difusión correspondiente ni la repercusión necesaria para evitar tener hoy a congresistas, representantes del pueblo teóricamente, terruqueando en canales de señal abierta y redes sociales, con total ligereza y nulo respeto por las víctimas.
Entre los años 1980-2000, durante el conflicto armado interno, más de 70.000 personas perdieron la vida en el Perú producto de la violencia armada, según la CVR. El simple hecho de leer tan alta cifra provoca escalofríos y dolor, el mismo que deben sentir quienes tienen a familiares integrando la enorme lista de víctimas, y que no encuentran justicia a pesar del tiempo. O peor aún, personas como Leocadia Carhuaz en Totos, que pese a sus más de 80 años sigue buscando a su hijo Cipriano, y se quiebra cada que lo recuerda. Lo sueña, lo siente, tiene la esperanza de encontrarlo algún día y no correr con la misma suerte que Angélica Mendoza, que murió sin poder hallar a Arquímedes, su único hijo. Ellos son parte del registro de desaparecidos.
Nadie que conozca alguna de las miles de historias de dolor y sufrimiento en torno al conflicto podría tachar con tal liviandad a alguien de ‘terruco’, porque sabe que está introduciendo así los dedos en heridas ajenas, sangrantes y abiertas. El terruqueo es en su esencia eso: verter agua contaminada en una herida, buscando infectarla, atentando contra la vida y causando no solo más dolor, sino también la prolongación de este. Pensándolo de esta forma, debería ser un consenso común combatir tal forma de inhumanidad que se ha hecho tan frecuente en los últimos tiempos y que se continúa expandiendo, llegando a niveles cada vez más imprevisibles. La herida se está pudriendo y el cuerpo descomponiendo, lo mínimamente humano sería ayudar a curar, o al menos, no seguir poniendo el dedo encima respetando el dolor ajeno.
El terruquear no es solo característica del hombre irreflexivo que menciona Dostoyevski, sino también del desinformado, del intolerante, del carente de argumentos y pobre espiritual. Nadie quisiera estar en esa posición, así como nadie quiere ni merece ser tildado de terrorista por expresar una posición distinta o por ejercer su libertad de expresión. El día en el que el Perú entienda ello, habremos dado un paso agigantado en la reconciliación ansiada y habremos descontaminado parcialmente la herida. Es necesario, para que no se repita nunca más. Si es cierto que el dolor enseña, la lección está tardando tanto como la justicia en este país.