Por Germán Vargas Farías
Un día, hace 40 años más un mes y tres días, decidí ser vegetariano. Calculo que miles de veces me han preguntado el motivo, y miles de veces he respondido casi casi lo mismo. Con agrado generalmente, y resignado en ocasiones; sin embargo, no se me había ocurrido decirlo por escrito, ¿por qué?
Quizá por recato. Porque seguramente a usted mi dieta alimenticia le puede importar lo mismo que mi gusto por la música salsa, mi amistad con Rolo y Alfonso, o mi enorme simpatía por el canario Piolín, o sea nada. Pero creo que esta es una ocasión diferente, especial. Podría decir que se trata de un artículo rezagado pues planeaba escribirlo el primer día de enero; pero eso, solo es parcialmente cierto.
La verdad, usted me sabrá disculpar, es que no tengo ganas de escribir sobre el plagio de Acuña, las promesas de Keiko y García, o sobre nuestras tribulaciones en este proceso electoral. Es una desgracia, aunque admito que es inevitable, dedicar tanto tiempo a reflexionar sobre la sordidez de personajes que han hecho de la política un asco. Por eso ahora, con su permiso, le contaré algunos aspectos de mi experiencia como vegetariano.
Tenía 13 años de edad cuando les dije a mis padres que dejaría de comer carne. Esa fue la primera vez que me preguntaron por qué. Contesté, entonces, que quería tener mejor salud, que la carne era la causa de muchas enfermedades, que no debíamos ingerir cadáveres, que los vegetales eran suficientes para estar bien, y varias otras razones que conocí leyendo textos de naturismo que repasé una y otra vez sospechando lo que me esperaba.
Con el tiempo fui ampliando mi repertorio de argumentos, que clasifiqué y fui enunciando según la condición de mis interlocutores. Había razones de carácter religioso, motivos que subrayaban los derechos de los animales, explicaciones para personas interesadas en mantener una buena salud, o simplemente deseosas de perder los kilos demás.
Fui el único vegetariano de mi familia y cargaba con la responsabilidad de no enfermarme para no desprestigiar a los de mi clase. Salvo resfríos y algún otro problema ocasional, me fue bien en el intento. Había escuchado que era mejor ser carnívoro antes que un mal vegetariano, y me propuse estar atento para no descuidar -sin la carne- mis necesidades nutricionales. Difícil para mis padres que asumieron el costo de mi proyecto, y más complicado después cuando durante algunos meses me tocó ser vegetariano en una base militar de Talara, o en la bendita “muerte lenta” de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que me alimentó durante los primeros dos años de mi carrera.
Si hoy le parecen raro los vegetarianos, imagine lo que era hace 40 años. No existía PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales), y tuvieron que pasar muchos años para ver a Pamela Anderson, Paul McCartney, Juan Gabriel y muchos otros famosos declarando su vegetarianismo y sumándose a sus campañas.
En aquel tiempo mi héroe vegetariano era Mahatma Gandhi; lo sigue siendo ahora. Activista político, profeta y santo. Valiente y coherente hasta la médula. Como habrá notado, mi vegetarianismo tiene que ver con la salud, los derechos y la política. Por cierto, más importante que lo que ingerimos es lo que sale de nuestra boca. Que no dañemos ni contaminemos, y –aunque sea vegetariano- que tengamos la dignidad de no vendernos por un plato de lentejas.